Cuentos Viajeros

  • La vida entre islas

    De nuevo estaba en un ferry que me transportaba a la isla de Penang, donde un taxi me llevó al vintage Old Penang Hotel de Georgetown, la ciudad más famosa de la isla, con sus muelles de casas de madera sobre pilares, cuna de los clanes chinos que fundaron la ciudad y hoy reclamo turístico, así como los murales de street art que se esconden por varias calles de la ciudad y que puedes ir descubriendo a modo de juego de pistas como una niña.

    Allí me reencontré con una de las chicas con las que compartimos el trekking por el Taman Negara y pudimos compartir un par de días junto a otra chica de su hostel. Cenamos y charlamos en un veggie del centro y subimos en funicular a la Penang Hill, donde disfrutamos de las vistas de la ciudad y de un paseo por los alrededores esquivando a los monos, que a veces no son muy amistosos.

    La casualidad hizo que durante esos días la comunidad china celebrase su año nuevo, el año del dragón (mi animal en el horóscopo chino), la misma casualidad que hizo que volvieramos a coincidir, y en el mismo hotel de Georgetown, con Julia y Helena, con quien celebramos ese fin de año al estilo chino, con mucho incienso, ofrendas en los templos, música tradicional y pasacalles con figuras en forma de dragón.

    Pasé varios días en Georgetown y el buen transporte público me permitió explorar otras zonas fuera de la ciudad como el jardín botánico o un parque con piscinas naturales donde pasé una tarde bien fresquita en compañía de gente local que se reunía allí para disfrutar de la sombra y del baño.

    Y de isla en isla y tiro porque me toca, de Penang salté a la pequeña Pulau Aman o isla de la paz, donde pasé el día haciendo tiempo antes de coger mi próximo bus a la costa este. Con una pequeña y rústica  bici recorrí un trocito del camino que rodea la islita, parándome a conversar con las hijas de una familia que hacía picnic en la playa con ganas de practicar su inglés, y me llevé de regalo una picadura de medusa y también el remedio para calmar el picor: marro de café!

    Un trayecto de varios autobuses me llevaría hasta Marang, un pueblito que recién amanecía cuando llegué. De allí partía el ferry hacia Pulau Kapas, una isla que acababa de abrir al turismo después de la temporada de lluvias y un destino de turismo local de playa que me regalaría días increíbles recorriendo sus playas de norte a sur. Lo primero fue comprar provisiones pues no hay tiendas en la isla y comer cada día en los restaurantes de los alojamientos podía salir algo caro. En el mercado local me abastecí de todo lo necesario y me dirigí al fast ferry en el que llegué a la isla surcando las olas literalmente y desembarcamos en plena playa con una escalera que se movía… ¡Toda una aventura! Lo segundo fue encontrar alojamiento a buen precio, y después de preguntar en varios sitios, me decidí por el camping a pie de playa que regentaba un chico muy amable donde pasé tres días y tres noches, compartiendo charlas y cenas con otros campistas y recorriendo los senderos que entre bosques y playas me llevarían a rincones salvajes y a playas desiertas. 

    Mi ruta por la costa este continuó hacia el norte, hacia la poco visitada ciudad de Kota Bharu, la más «muslim» que visité en Malasia y punto de salida del «tren de la jungla«, que en dirección sur, atraviesa Malasia pasando a través de la selva, un trayecto de tres días que recorrí feliz mirando la vida pasar a través de la ventana de un tren que, aunque ya más moderno de lo que antaño fue, seguía teniendo su magia.

    Y tras varios transbordos de autobús, todos fáciles y cómodos, llegué al sur de la costa este, a Mersing, desde donde dos días después saldría el ferry a mi último destino en Malasia, la isla de Pulau Tioman.

    Llegué a mi salvaje alojamiento en el sur de la isla sentada en la parte trasera de una pick up y me enamoré del lugar, mi paraíso particular en Malasia, donde los días transcurrieron entre playas, ríos, cascadas, paseos tranquilos, hamaca y hasta taller de pan casero! El humilde lodge de habitaciones de madera se convirtió en el mejor final, un lugar especial rodeada de gente increíble. No fue fácil dejar esa isla, ni tampoco abandonar Malasia, el país que más me sorprendió, pero mi vuelo a un destino ya conocido estaba por salir del aeropuerto…

      

  • Paredes que hablan

    Retomé el viaje en solitario en Malaca, ciudad crisol de culturas fácil de recorrer a pie y en bici a lo largo del río que la atraviesa o paseando por sus agradables calles con casas de colores. Allí empecé a descubrir el street art de Malasia en algunos de sus muros, algo que se repetiría en varias de sus ciudades importantes. Más allá de ser un claro reclamo turístico, me encanta admirar esos murales vivos y sentirme como en un museo al aire libre.

    La sensación de volver a estar sola en el viaje después de la visita de alguien querido es un tanto extraña el primer día pues te acostumbras a  estar en compañía y se echa de menos, pero a la vez sientes que de alguna manera sigue ahí contigo en la distancia, siguiendo y apoyando tus aventuras y que ya forma parte del vidaje.

    De Malaca volví a subir hacia el norte por la costa oeste en los más que cómodos (y baratos) autobuses de larga distancia, hasta llegar a Ipoh, una ciudad un tanto decadente de donde me llevé un mal sabor de boca al sentir el acoso de un hombre en moto mientras paseaba por sus calles, algo que no pasa a menudo, pero pasa, y no es agradable. Tal vez lo mejor fue volver a jugar a descubrir el street art de sus calles, paredes que hablan y cuentan historias, y  recorrer sus alrededores, con templos y lagos a los que puedes llegar fácilmente en transporte público. Aun así, te diré que, si me pierdo, ¡no me busques en Ipoh!

    La siguiente parada fue uno de los destinos top de Malasia, por muchas razones que ahora te contaré. Un fast ferry me llevó hasta la isla de Pangkor, un destino de turismo local en el que me quedaría más de lo previsto. Aunque mi idea era alojarme en un camping en la playa, éste resultó ser demasiado «expuesto» y lo que de día parecía una idea genial, de noche hizo que afloraran los miedos y tomé la decisión de ir a un alojamiento con cabañas de madera donde me sentí reconfortada por la dueña del local que entendió perfectamente mi vulnerabilidad en ese momento ofreciéndome una de sus cabañas con descuento. 

    Con el nuevo día, todo cambió y disfruté recorriendo las playas de la zona en un kayak y haciendo snorkel. Por la tarde, me acerqué caminando al río donde había una piscina natural. Allí pude compartir un buen rato con un señor muy amable que estaba con sus tres hijos y después de conversar un rato, le pregunté si en la isla alquilaban bicicletas… y sabéis qué? Me dijo: Yo alquilo bicis y mañana mismo te puedo traer una a tu alojamiento. Me encantan estas coincidencias!   

    Como ya imaginaréis, le di la vuelta a la isla en bicicleta, descubriendo playas, pueblitos de pescadores, templos de diferentes confesiones, muelles de madera y hasta un mini aeropuerto…  Pangkor tiene mucho que ofrecer! Y lo que a mi me regaló fue la visita de mis queridas amigas que vinieron hasta allí siguiendo mis recomendaciones. Disfrutamos del fin de semana en la isla, que se llenó de gente local y de actividades. Lo mejor fue que, sin haberlo hablado, reservaron una de las cabañas en las que yo me alojaba! ¡Qué conexión teníamos ya!

    Y nos volvimos a despedir (aunque por poco tiempo) y casi «in extremis» subí al ferry que me llevaría de regreso a puerto para poner rumbo a otra isla, Penang.  ¿Me acompañas?

  • Malasia y su magia

    Mi nuevo destino me recibía con una bebida de bienvenida en el mismo aeropuerto de Kuala Lumpur y un masaje de pies a las puertas de mi hostel en pleno centro de la ciudad, un augurio de todo lo que el país me regalaría después. Aunque no soy amante de las grandes ciudades, KL se me hizo agradable de recorrer, con su red de transporte puntual y económico, me llevó a descubrir sus famosas torres gemelas (y el parque que las rodea, un oasis natural que disfruté de dia y de noche), sus antiguos barrios de casitas de madera entre edificios gigantes y su multiculturalidad, pues en el país conviven la comunidad china, la hindú y la musulmana de forma armoniosa, haciéndote viajar a otras culturas sin coger ni un solo avión!

    Dos días después llegó Inma, con su abrazo reconfortante, mensajes que llegan al corazón y los mejores manjares de mi tierra! Salimos de KL rápidamente rumbo norte en un bus super cómodo que nos llevaría a las verdes Cameron Highlands, donde alquilamos a la «rogeta», una scooter con la que recorrimos las plantaciones de té de la zona, un paisaje nuevo para mi que me sorprendió por su belleza. Los alrededores del pueblo los recorrimos a pie descubriendo varias cascadas guiadas por un perro local que nos acompañó todo el trayecto.

    Seguimos ruta hacia el interior, hacia la que sería la mayor aventura juntas, recorrer el Taman Negara, una de las selvas más antiguas del planeta. Llegar a Kuala Tanah, el pueblito que es puerta de entrada al parque nacional no fue fácil… varios minibuses y una lancha de madera nos llevaron hasta allí. La guesthouse que nos acogió era perfecta, una casa grande de madera pintada de colores con habitaciones con balconcito donde coincidimos con otras dos chicas que formarían parte de nuestra expedición a la selva y con quien enseguida hicimos amistad.

    Y mochila a la espalda, con el equipaje mínimo, el agua y la comida para dos días y los calcetines por encima de los pantalones, iniciamos el trekking por la selva cruzando ríos, puentes de bambú y caminos llenos de barro, durmiendo en una enorme cueva junto a un fuego donde secamos nuestras botas y compartiendo charlas y risas. Allí tuve mi primer encuentro con otras amigas que desconocía hasta el momento, las sanguijuelas, que fueron el animal más temido de la aventura, mucho más que el supuesto tigre que habita el Taman Negara y del que tan solo podimos oler su rastro… o tal vez fuera el olor a tigre que desprendíamos nosotros?!

    Los últimos días junto a Inma los pasamos en la costa este, en un pequeño pueblito de playa llamado Cherating, donde disfrutamos de la playa, de buena comida local, de un paseo en kayac por el manglar y de una noche llena de magia con luciérnagas volando a nuestro alrededor, tan mágica como los días compartidos junto a una buena amiga que estuvo presente en uno de los momentos más importantes del viaje en cuanto a gestión y toma de decisiones clave y con la que sentí que se fortalecían los lazos de amistad durante y después de esa experiencia. En KL nuestros caminos se separaron y seguí la ruta, esta vez, rumbo sur y con buenas noticias que pronto llegarían…

     

  • Un mundo mágico entre montañas

    Estrenaba el nuevo año 2024 justo en el centro de Java, en la meseta volcánica de Dieng Plateau, un lugar en el que cumplí 4 meses de vidaje rodeada de terrazas de hortalizas tan o más bellas que las de arroz en Bali. La temporada de lluvias justo empezaba y se hacía notar cada tarde, así que las mañanas eran el mejor  momento para explorar una zona de pequeños templos, mezquitas coloridas, volcanes cubiertos de vegetación y de niebla, lagos y cráteres humeantes. Las tardes en Dieng eran para descansar, leer y escribir estas líneas.

    Llegar a Dieng no fue fácil ni rápido pero tuve la ayuda de un ángel que me acompañó hasta mi destino (terima kasih July), una chica que trabajaba como enfermera justo al lado del hostel en el que me alojaba, en el centro mismo del pueblo, donde el personal joven y atento se  sorprendía de que llegara hasta allí una estrangera que se movía en bicicleta por la zona.

    Allí pude compartir con otros huéspedes locales llegados desde Yakarta que visitaban la zona durante sus vacaciones, ya que Dieng es un destino de montaña para los que viven en las caóticas ciudades de la isla, un lugar donde practicar senderismo, acampar y hacer rutas en moto. Para mi, un paraiso entre montañas donde hacer rutas a pie, empaparme de la vida local… y de la lluvia!

    Me quedé allí más de lo previsto, hasta la noche de reyes según mi calendario,  y regresé a la ciudad unos días después, concretamente a Solo, la ciudad del batik que visité en un solo día, pues su caos contrastaba demasiado con la paz de las montañas así que decidí buscar un lugar más rural y tranquilo… y lo encontré, Gumeng, un pueblito a los pies de un pequeño templo hinduista donde, según me contaron, era también la primera estrangera que  se alojaba en la guesthouse que encontré de forma intuitiva vía Agoda. 

    Cuando no llovía, salía a recorrer los caminos que rodeaban el pueblo atravesando plantaciones de patatas y berenjenas con la melodía de la mezquita de fondo llamando a la oración, algo que ya había incorporado como la b.s.o del viaje por Java. Paseando sin rumbo cierto por las empinadas calles de Gumeng,  acabé en casa de una agradable familia compartiendo risas, comida y curiosidad mútua.    

    Las mañanas soleadas alquilaba un mototaxi y me acercaba a los pequeños templos de la zona, menos visitados que otros de la isla, y que para mi son mundos mágicos escondidos entre montañas, donde se siente la espiritualidad a flor de piel. Son lugares con un entorno natural hermoso y centro de encuentro de la comunidad, donde alzan sus rezos y realizan sus rituales sagrados…

    Y llegó la hora de volver. Me fui de Gumeng montada en la moto de la chica de la guesthouse, que quiso acompañarme a la terminal de bus, donde, emocionada, recibí un regalo… una pulsera que habia hecho especialmente para mi agradecida por haber estado en su casa. La gente de Java no dejaba de sorprenderme.

    Mi recorrido por Indonesia llegaba ya a su fin… y el visado también!  Asi que me dirigí de nuevo al este de la isla, al pequeño aeropuerto de Surabaya, para volar a un nuevo destino, a un nuevo país y a una nueva aventura viajera junto a una amiga que ya volaba desde Barcelona para reunirse conmigo en KL.

  • Feliz Javidad!

    El año que me había visto partir hacia el este hacía casi cuatro meses ya estaba llegando a su fin y las «vacaciones de navidad» me atraparon en la cultural ciudad de Yogyakarta, más parecida a Marrakech que a Belén! A casi treinta grados y rodeada de mezquitas y palacios de sultanes, sentía que mi navidad en Java se había transformado en una «javidad». Como es costumbre reunirse con la familia para celebrar, mi familia catalana viajera y yo acordamos encontrarnos en un restaurante de cocina mediterránea en pleno centro de Yogya justo el dia de «Sant Esteve» fecha importante en nuestra tierra y donde casi lloramos al ver un plato de olivas! Fue otro de nuestros reencuentros en el viaje, para compartir vivencias y sentirnos más cerca de casa, con una sintonía que hacía que fuera muy fácil todo y que la conversación fluyera hacia temas bien profundos, sin duda el mejor regalo de navidad!

    Y desde esa ciudad abarrotada de familias locales en plenas vacaciones que llegó a agobiarme un poco puse rumbo a dos de los sitios arqueológicos más importantes de la isla, a los cuales llegaría tras un corto viaje en autobús local. El primero, Prambanan, el complejo de templos hinduístas más grande del mundo, que recorrí a pie dejándome sentir en cada uno y contemplando todos los detalles de aquellas piedras con miles de años en las que revoloteaban mil mariposas amarillas como hadas danzando alrededor de las divinidades hindús petrificadas, dándoles un aspecto mágico.

    Y de un templo hindú a uno budista… Borobudur, el templo budista más grande del mundo, el que, a vista de águila, representa un gran mandala, y a vista de a pie te lleva a ir ascendiendo poco a poco hacia la gran estupa central entre cientos de budas mirando al horizonte, algunos de ellos escondidos dentro de pequeñas estupas… un lugar con mucha paz en el que te quedarías a meditar largo rato sino fuera por el tiempo limitado de la visita guiada que es más exprés de lo que antaño fue cuando podías ver salir y ponerse el sol y pasear por el templo a tu manera… 

    En el pueblo de Borobudur despedí el 2023 regalándome una buena cena en un buen restaurante y un ritual de agradecimiento por todo lo que estaba viviendo. Un par de días allí y una bici para recorrer los alrededores era todo lo que necesitaba para recibir el nuevo año y recordar que los sueños se cumplen cuando crees en ellos y los alimentas con el poder de tu intención y con la fe de tu corazón.

  • Viaje al centro de la Tierra

    Seguía mi viaje por el cinturón de fuego pasando en ferry de la isla de los dioses a la isla de los volcanes, dos islas de Indonesia tan cercanas y tan diferentes.

    Java, como isla de mayoría musulmana que es, me recibía con la llamada al rezo desde los altavoces a todo volumen de la mezquita de Ketapang, la ciudad portuaria donde desembarqué procedente de Bali.

    La aventura empezó nada más llegar a mi hostel, pues esa misma noche ya me enrolé en el grupo que subía al volcań Ijén de madrugada para ver salir el sol desde lo alto del cràter después de bajar a las profundidades de la tierra y alucinar con la lava azul y con la fila de turistas que cual rebaño hacíamos el mismo camino!

    Ketapang no parecía ser mucho más que la base para hacer la obligatoriamente guiada excursión al volcán (como tantas otras en Indonesia), pero callejeando por las calles paralelas a la principal descubrí un barrio tranquilo de gente amable que me sonreía al pasar y acabé sentada en plena calle charlando con una mujer que me invitó a café en su casa, y donde más tarde acabaríamos compartiendo conversación y unas pizzas caseras junto a mis amigas Júlia i Helena, con quien habíamos unido nuestros caminos, esta vez por unos días.

    Al día siguiente partimos juntas en un tren destino a Probolingo, donde compartimos habitación en un hostel con jardín bien situado para ir a nuestro destino común, el volcán Bromo. Ellas en moto, y yo en una camioneta compartida con otra viajera francesa con demasiado mal humor, llegamos a los pies del volcán para vivir uno de los momentos más increíbles del viaje.

    En plena noche, con los frontales iluminando el camino de tierra volcánica, guiadas por nuestra intuición y atraídas por la energía del volcán, avanzábamos hacia el cráter poco a poco y en silencio. Enseguida oímos un leve rugir de la tierra y sentimos cierto olor a azufre… estábamos solas y el sol empezaba a salir por el horizonte cuando, tras subir unas escaleras de piedra empinadas, llegamos a la cima del cràter y fuimos conscientes del lugar increíble donde nos encontrábamos, en el cràter de un volcán activo que rugía con un sonido constante y expulsaba una columna de humo blanco. Jamás había sentido la energía de la Tierra tan fuerte, me emocioné y sentí el poder de la madre tierra bajo mis pies inundando todo mi ser. Amaneció allí arriba y fue hermoso. Volvimos impactadas y compartimos la vivencia de cada una mientras tomábamos un buen desayuno que nos devolvió a la realidad. Regresamos a Probolingo felices y volvimos a separar nuestra ruta por unos días pero con una fecha y un lugar de reencuentro muy especial… ya os contaré!

    En plenas vacaciones escolares en Java, se hizo difícil avanzar en tren (uno de los transportes que más me gustan) pues el turismo local era bien intenso y no quedaban plazas. En la estación de buses local conseguí asiento en un bus rumbo a Malang, a medio camino de Yogyakarta. Malang, ciudad colonial de curiosos mercados, me sorprendió por su historia y por las personas con las que compartí, tanto en el free tour, como en la cena con concierto callejero junto a una chica local de mi de hostel… acabé bailando con el grupo musical en plena calle ante la mirada cómplice y divertida del público!

    Ya se acercaban las fechas navideñas y Yogyakarta fue la ciudad elegida para pasar mis primeras navidades lejos de casa y de mi familia, aunque ya os digo que no estaría sola…

  • Segundas partes también son  buenas

    Aunque el dicho «segundas partes nunca fueron buenas» pueda aplicarse a películas y a relaciones, en el caso de los viajes, repetir destino o quedarte en él maś de lo planeado y descubrirlo maś allá de los «10 mejores lugares de…» para mi, es todo un acierto.

    Mi segunda parte en Bali empezó al día siguiente de la partida de Anna, mi primera despedida dentro del viaje que me dejó una momentánea sensación de añoranza por todo lo vivido juntas, pero el viaje seguía y estaba decidida a seguir explorando esa magnética isla y sus alrededores por quince días más con mi extensión de visado ya tramitada para un mes más en Indonesia, pues otra isla cercana ya me estaba llamando…   

    Me quedé en Ubud un día más en una acogedora guesthouse familiar tradicional para hacer lo que yo llamo «cosas de casa» como teñir mi pelo con henna, hacer arreglos en la ropa, preparar la ruta o ver pelis y por la tarde salir a hacer cortos y tranquilos paseos por los alrededores  de Ubud entre campos de arroz y casas tradicionales de campo entablando conversación con algunas personas que se cruzaban en mi camino, sin prisa, disfrutando del instante… eso es el vidaje!

    Y de Ubud me subí a un mototaxi para dirigirme a la parte este de la isla, empezando por un pueblito de montaña llamado Kintamani, donde me alojé en un camping con vistas al volcán Batur regentado por una familia encantadora que cocinaba de maravilla. En Kintamani pasé unos cuantos días y me sentí como si viviera allí. Quedarte más tiempo en un lugar te abre la posibilidad de vivir experiencias únicas más allá de lo más preparado, como en este caso, subir al volcán Batur (que también lo hice) y de conocer a personas que viven allí. Y así fue como pude recorrer las faldas de lava petrificada a pie y en autostop en plena tormenta para llegar a un pequeño puesto de comida donde la señora me recibió con algo de comer y una curiosa conversación, ella hablando balinés y yo inglés, aunque yo creo que nos comunicábamos más con el corazón que con las palabras. Allí también conocí a Ayu y a Pedro, dos almas bonitas que acababan de abrir un pequeño spa en el pueblo donde me recibieron con un buen café y compartimos charla y una misma visión del mundo. En su precioso spa me regalé un masaje increible (algo que suelo hacer en cada país que visito) y al dia siguiente compartimos moto, comida y conversación trascendente. 

    Y de la montaña a la playa, al pueblito costero de Amed donde bicicleta y equipo de snorkel en mano disfruté del mar y de la tranquilidad del lugar, visitando algunos templos cercanos muy instagrameables más preparados para los selfies que para la vida espiritual…

    Y Bali aún tenía más sorpresas que regalarme a unos pocos minutos de ferry desde el sur: las Nusa Islands, tres islas de gran belleza, cada una con sus peculiaridades, la mayor con sus spots turísticos, la mediana, para mi la más auténtica, la que pude recorrer en bicicleta, en caiac por sus manglares y buceando en sus aguas para nadar entre peces de mil colores y tortugas marinas, y la pequeña, unida a esta última por un viejo puente amarillo de hierro, como escapada fugaz también en bici para sentir la fuerza del mar en sus playas y acantilados.

    Y como broche final, segundo reencuentro con Júlia y Helena en Denpasar para compartir cena y hotel cutre antes de partir al día siguiente hacia otra isla del cinturón de fuego. ¿Me acompañas?

  • Bali choose you

    Esta fue la frase que nos dijo Meli, una chica de Yakarta con la que compartimos habitación en la Guesthouse Amigos de Canggu, en Bali. Una frase que tendría todo su sentido más adelante.

    Aterricé en la isla de Bali después de un vuelo de tres horas  desde Vietnam. Indonesia me recibía en la isla de los dioses, un lugar que entró a formar parte de la ruta cuando mi amiga Anna la escogió como lugar para encontrarnos después de casi tres meses de viaje.

    Bali es sunsets, air terjuns (cascadas), templos y ofrendas, es una isla que respira espiritualidad y «turisteo»  a partes iguales, en un equilibrio increible que me sorprendió y que hizo que me quedara en la isla más de lo esperado, disfrutando de los rincones más apartados a este y oeste de un territorio que yo veía con forma de corazón.

    La parte oste de la isla la recorrimos con Anna a caballo de nuestra tuneada «Blacky», una scooter negra que alquilamos para hacer un road trip al más puro estilo Thelma&Louise, como a nosotras nos gusta, sin plan fijo y con la melena al viento!  Cuanto más nos alejábamos del corazón turístico de la isla más descubríamos la esencia de Bali y la vida de sus gentes, disfrutando de baños termales locales, rutas de montaña por cascadas increibles y excursiones a islas habitadas por ciervos y con un fondo marino increible para hacer snorkel y nadar con tortugas marinas (literalmente).

    La frase de Meli «Bali choose you» cobró sentido cuando, en un pequeño templo al lado de un lago nos vimos participando de una ceremonia junto a un grupo de gente local que nos incluyeron como a una más, ofreciéndonos cobijo y comida cuando al finalizar el ritual empezó una gran tormenta que nos dejó allí por más de una hora. Las dos sentimos que había pasado algo muy especial en ese templo y que no estábamos allí por casualidad. Bali te escoge, te atrapa, te susurra al oído que te quedes y te mece con su espiritualidad, que puedes sentir a cada momento, en cada lugar… tu no llegas a Bali, Bali te escoge.

    Y fue a los 3 meses de vidaje, en Ubud, el corazón cultural de la isla, donde unos caminos se separaron y otros se volvieron a juntar de forma mágica como parte de un plan divino. Anna tuvo que regresar antes de lo previsto a casa para acompañar a su perrita en sus últimos momentos y yo me reencontraba con Júlia y Helena, mis amigas catalanas de Laos, que habían recibido la llamada de la isla de los dioses! Despedidas y reencuentros, todo forma parte del viaje, todo forma parte de la vida… y lo que ahora era una despedida también se convertiría en un reencuentro más adelante… pero eso es otra historia! 

  • Kamboya se escribe con K

    Cruzar la frontera Laos-Camboya fue de lo más fácil con mi visado ya estampado en el pasaporte. Llegué feliz y contenta al tercer país de este vidaje que ya duraba dos meses en el que pasaría tan solo 12 días, el tiempo que me separaba de mi próximo vuelo a nuevos territorios. 

    La ruta, que tuve que planear más de lo habitual, me llevó a recorrer varias ciudades «vintage» como Kratie o Kampot en las que lo más interesante era dejarse llevar por sus calles y ver el día a día de su gente mezclándote en los mercados y transportes locales y probando gastronomia auténtica como el feto de pato, bien metidito en su cáscara…

    En Kratie tuve la suerte de recibir la ayuda de un ángel del viaje que me facilitó los primeros trámites a realizar siempre que entras a un nuevo país: conseguir moneda local i una targeta sim con internet. También me habló de una pequeña islita en el río Mekong (Kaoh Trong) que podía visitar y recorrer en bicicleta, cosa que hice al día siguiente, pues las excursiones a avistar delfines plateados en peligro de extinción famosas en la zona no me parecían un buen plan. 

    Y de Kratie subí a un bus rumbo a Siem Reap, la turística ciudad que es la puerta a los templos de Angkor, el sitio arqueológico más famoso de Camboya, que algunas personas visitan de forma fugaz desde los paises vecinos. Pero Camboya no es solo Angkor Wat… de hecho, para mi los lugares tan renombrados acaban decepcionándome, pues las expectativas juegan una mala pasada y en mi experiencia, disfruto más de lugares menos conocidos y menos preparados para el turismo. Aún así visité los templos de Angkor en bicicleta (lo más interesante para mi) y en buena compañía de una chica mexicana que conocí en el hostel donde me alojaba y con quien compartimos el día de visita a los templos en bici y un espectáculo de circo local por la noche. Nada más que hacer en esa horrible ciudad.

    Y de Siem Reap al puerto de Sihanoukville para subir al ferry rumbo a mi lugar preferido en Camboya: la isla de Koh Rong, mi paraíso, mi pequeña Formentera, donde llegué para 2 días y me quedé 4. Mi gran acierto fue alojarme en  el norte de la isla, en una guesthouse flotante (Firefly Guesthouse) en un pueblo pescador de casas sobre pilares en el río. La família que me acogió me hiceron sentir como en casa, cocinaban de maravilla, conversábamos y yo salía a explorar la isla con el caiac o con la bici, haciendo snorkel y pescando y descubrí que por la noche el manglar se iluminaba con las pequeñas lucecitas de las luciérnagas… un lugar mágico. Lo viví como un retiro en medio del viaje y por un momento sentí que podía vivir un tiempo en esa cabaña de madera encima del mar donde me despertaba el sonido de las olas debajo de mi cama y los rayos del sol entrando a través de la ventana.

    Los días en Camboya llegaban a su fin. Volví a tierra firme, hice una escala en Kampot, donde el Monkey Republic Hostel me sirvió de base para preparar la próxima aventura. De allí crucé en bus a Vietnam de nuevo, a Ho Chi Minh, cerrando así el círculo de esta primera etapa del vidaje por la península de Indochina.

    Al día siguiente aterrizaría en un nuevo país… y esta vez no estaría sola.

  • Encuentros del alma

    La ruta por Laos estaba llegando a su fin, el último destino no podía estar más cerca de la frontera con mi próximo país a recorrer (Camboya)… Os hablo de un lugar llamado “Las 4000 islas” donde el río Mekong forma diferentes islas, algunas de ellas habitadas. Mi destino, Don Det y Don Khong, dos islas unidas por un puente construido por los franceses que se convirtieron en mi paraíso de Laos y en un lugar de encuentros mágicos.

    Llegué después de un corto trayecto en minibús y en barca, donde me esperaba con su tuk-tuk parte de la familia del homestay en el que me alojaría durante 4 días. La isla estaba celebrando unas regatas por el río y paramos un momento a disfrutar de la fiesta pues toda la gente estaba allí animando a los regatistas… ¡Qué buen ambiente se respiraba! Al llegar al homestay vi que era perfecto, con casitas de madera con porche y muy bien situado al lado del puente, cerca de la otra isla, y además, tenía un comedor flotante con las mejores vistas al río Mekong, un lugar que te conectaba con la tranquilidad y en el que se comía de maravilla! 

    Compartía estancia con dos franceses bien curiosos, uno de ellos pasó el confinamiento allí siendo el único estrangero en toda la isla, y ahora volvía cada año pues ya es de la familia. Por la noche compartíamos el ratito de la cena y buenas conversaciones. No fue hasta el segundo día a la hora del desayuno que vi a Júlia y Helena por primera vez, estaban hablando en catalán y eso llamó mi atención así que nos pusimos a hablar y enseguida nos cogimos confianza. Se agradece mucho encontrar a personas que hablan tu mismo idioma en viaje, pues hablar otra lengua todo el día te llega a cansar, y si además hay afinidad ¡mucho mejor! 

    Eso fue lo que pasó, conectamos mucho y teníamos largas conversaciones sobre temas que nos unían y parecía que ya nos conocíamos de antes. Compartíamos momentos vitales similares y la vivencia de estar en viaje, y además, para mi, fueron como un ángel que me trajo la medicina que necesitaba para una molestia que tenía… el bálsamo de tigre ¡mano de santo, oiga!

    Así que los días en Don Det pasaron entre paseos en bicicleta recorriendo los rincones de las islas, como sus cascadas, sus campos de arroz y sus playas fluviales (aunque con un agua más bien marrón), los ratitos de relax mirando el río y la vida pasar, y compartiendo largas conversaciones después de cenar. El día que nos despedimos, pues ellas marcharon un día antes que yo hacia Vietnam, me emocioné mucho y sentí que algo mágico había empezado… ¡Esa no sería la única vez que nos veríamos en este viaje por el sudeste asiático!

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